Crítica: Radiohead – A Moon Shaped Pool

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Radiohead, la banda más importante del último cuarto de siglo, reaparece en escena para firmar su trabajo más atemporal. A Moon Shaped Pool es un disco lento pero infinitamente hermoso, nostálgico pero lleno de esperanza, perfeccionista pero increíblemente humano. Revisionismo autoinfligido, rock que vuelve a ser rock.

Se dice que Radiohead han tardado cinco años en sacar su nuevo disco; pero en realidad han empleado toda una carrera para sacar un disco como este. Con la referencia de obras como Ok Computer, Amnesiac o Kid A de fondo, es imposible hablar aquí de su mejor álbum, pero A Moon Shaped Pool se postula claramente como candidato a entrar en el top-4 por varios motivos. Fundamentalmente porque se trata de un disco atemporal: un álbum que Radiohead podrían haber sacado casi en cualquier momento de su trayectoria, como si abarcara o perteneciera de golpe a todas y cada una de las fases y procesos creativos de la banda. Como un recopilatorio conjugado en voz sincrónica. Parte de la explicación reside en el hecho de que las canciones, en realidad, no son nuevas, sino antiguos descartes –acumulados a lo largo de los años– reformulados ahora con la lógica intrínseca y centrífuga del momento presente. Pero además, es probable que estemos ante el trabajo más perfeccionista de los de Oxford, con un metraje inundado de producción y arreglos de finura preciosista, que se suman al sólito halo de majestuosidad, emoción y trascendencia tan típico en ellos.

Cuando el ayer importa más que el mañana

Es un álbum largo, lento y un poco cortavenas, cierto, pero su grado de redondez y coherencia interna lo hacen absolutamente irresistible. En general, y en contra de la evolución de Radiohead en sus últimas publicaciones, parece que en esta nueva entrega la producción electrónica está más al servicio de la atmósfera que del ritmo, fluyendo parsimoniosa entre densidades y ecos como la sangre de un sistema orgánico que se resiste a mutar en digital. En cierto modo, tras su música siempre –o al menos desde Ok Computer– hemos creído ver al mítico ser medio humano medio androide que sirve de metáfora perfecta para nuestros días: un rock cada vez más deshumanizado y metonímico, cuyo último lazo con la vida biológica parecía ser la inmortal voz de Yorke. Aquí, sin embargo, Radiohead vuelven a ser la banda de rock nostálgico, cavernoso y mágico que dio un vuelco al britpop a caballo entre un milenio y otro. No de un rock cañero y de guitarras abiertas, sino de uno místico y espiritual, a medio camino entre las esperanzas perdidas y el brillo de ilusión de un último intento.

Así que A Moon Shaped Pool, como síntoma de madurez y seriedad irrevocables, se diferencia del resto de la discografía de Radiohead porque es la primera vez que los británicos miran hacia atrás en lugar de hacia adelante para crear arte en forma de música, presentándose como unos Radiohead más interesados por el origen y el camino que por alcanzar un destino concreto y avanzado. Por lo tanto, adiós a la vanguardia modernista. ¡Y bendito sea su propio revisionismo! El ritmo global del disco, por eso, puede considerarse un acierto o una distracción de lo que de verdad importa. En un álbum que está lleno de detalles de inmensa belleza, una métrica acelerada y efectista posiblemente habría ahogado muchos de ellos; y aunque también aquí echamos de menos más velocidad en ciertos pasajes, lo justo es rendirse a su elección porque no hay fisura alguna en su proceso y propuesta rítmica. Será que somos nosotros quienes tenemos que desacelerar un poco… En cualquier caso, es un disco lento, y como tal conviene que cautericemos bien nuestro entorno para poder disfrutar de su escucha en óptimas condiciones.

Placer adulto

El álbum se abre con el single ‘Burn the Witch’, anticipándonos el uso preciosista y recurrente de violines orquestales, y marcando el punto de mayor celeridad métrica de A Moon Shaped Pool junto con ‘Ful Stop’, una desafiante demostración de grandeza subterránea donde la percusión parece ir y venir de dimensiones paralelas. Construida con ondulaciones melódicas y vocales de pura cepa, con un bajo conductor apremiante, ese arpegio de agudos de guitarra, y ese ritmo atropellado hacia la perdición, ‘Ful Stop’ es seguramente el tema más estimulante y espectacular del disco. Un arranque pasional en medio de un contexto métrico de belleza adulta. Porque la media no pasa del medio tiempo de temas como ‘Decks Dark’, vaporosa y coronada de coros entre lo celestial, lo onírico y lo demoníaco, la sofisticada y empoderada ‘Identikit’, con esa finísima guitarra capital, la elegante ‘The Numbers’, con ese piano espolvoreado de piedras preciosas y la monumentalidad que le dan los violines, o ‘Present Tense’, un tema nocturno y veraniego, de luna llena, que parece levitar marcándonos el camino hacia nuestros sueños. Porque la voz del maldito Yorke nos invita a creer: en nosotros mismos, en ellos, o en lo que haga falta. Son el último grito de esperanza por una humanidad rota.

Los otros cinco temas restantes, por otra parte, son cinco nanas –al estilo Radiohead– de una belleza y efectividad inauditas. ‘Daydreaming’, apoyada en un piano solitario y en arreglos intermitentes de violines, inaugura un filtro nostálgico –“Beyond the point / Of no return (…) / And it’s too late / The damage is done”– que se mantendrá en la atmósfera durante todo el álbum. Luego ‘Desert Island Disk’ conjuga el beat minimalista con la parte acústica de la guitarra, dando ejemplo, y ‘Glass Eyes’, con un maravilloso decorado engalanado de pianos y violines, sirve de reposo y esparcimiento melódico tras la compresión de ‘Ful Stop’. Todas tienen su función. El cierre lo marcan dos temas que señalan claramente la salida. ‘Tinker Tailor Soldier Sailor Rich Man Poor Man Beggar Man Thief’, con la tensión cayendo en picado: una especie de cara b de una antigua pesadilla recurrente ya inocua; y la soberbia ‘True Love Waits’: una de las canciones más hermosas jamás escritas por Thom Yorke. “I’m not living / I’m just killing time (…) / Just don’t leave / Don’t leave”, ruega humilde y tristemente el músico, dibujando un broche de oro inmejorable para un álbum que demuestra que Radiohead han vuelto a ser humanos.