Crítica: Still Corners – Dead Blue

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Patinazo de Still Corners. El dúo británico de dreampop se acerca peligrosamente a la electrónica pop en su tercera entrega, Dead Blue, sin lograr establecer un sonido propio lejos de los convencionalismos del nuevo género adoptado y de las claras referencias presentes en el álbum. Pero no se alarmen: también se pueden rascar cosas buenas.

Han pasado cinco años desde la primera visita de Still Corners a nuestro país. Fue con motivo del Primavera Club 2011, el último que se celebró en óptimas condiciones tanto en Barcelona como en Madrid. El dúo de synth-dreampop londinense actuó entonces en el Casino del Poblenou justo antes de una todavía desconocida St. Vincent, y las sensaciones fueron, en ambos casos, fantásticas. Es cierto que en aquel momento la tejana ya andaba presentando su tercer álbum y los británicos el primero, pero llama la atención el desigual destino que han corrido dos propuestas que, pese a no compartir demasiados elementos estilísticos, un día hace cinco años pareció que coexistían en la misma casilla de salida del juego del mainstream. A día de hoy St. Vincent es una estrella indiscutible y Still Corners aun siguen buscando su sonido. En ese sentido, en Dead Blue, su tercer y recién estrenado álbum, la pareja Murray-Hughes parece haber optado por dar un volantazo para huir de la zozobra, pero no queda claro que hayan enderezado –si es que había que hacerlo– correctamente el rumbo.

Siendo crueles podríamos pensar que, cansados de que el foco de atención no fuera a ellos, ellos han ido al foco, a donde todo el mundo mira; o, dicho de otro modo, da la sensación de que su acercamiento al synthpop, o la metamorfosis de su dreampop en electrónica pop, se debe más a una estrategia comercial que a un interés real por el género, como si se hubieran apuntado a una moda en boga para ganar visibilidad. No ha sido un giro de 180º, pero en él se han dejado parte de su particularismo como propuesta musical, pasando a engrosar una carpeta demasiado llena como para destacar realmente. Sus texturas se han vuelto más convencionales, su ritmo más primario y efectista, y sus atmósferas más superficiales. Conservan, eso sí, la delicadeza de sus obsesiones: esas guitarras y teclados reiterativos que, en muchas ocasiones, se funden y funcionan como base; y un cuerpo melódico dulce –aunque en menor medida que en sus anteriores entregas– que sí ha ganado contundencia.

Identidad ajena

De tener un sonido propio han pasado a recordar a varias bandas y a otras tantas referencias. La más clara quizá sea la de Chromatics, especialmente perceptible en ‘Crooked Fingers’ y ‘Downtown’, con atmósferas envolventes, mágicas y nocturnas recurrentes durante todo el álbum; pero también la de la propia St. Vincent y sus texturas puntiagudas: en ‘Down with Heaven and Hell’ y en la segunda parte de ‘Night Walk’. Del mismo modo que ‘Lost Boys’ –uno de los cortes más atractivos–, la canción inaugural, tiene esa estridencia chirriante y radical que nos recuerda a los primeros Crystal Castles, programando además el metrónomo del álbum a una velocidad mayor de la que nos tenían acostumbrados. La administración general del ritmo, no obstante, sí que es uno de los valores positivos de este tercer trabajo de Still Corners. Es definitivamente más movido que sus predecesores y las curvas rítmicas que presenta nos mantienen activos y alerta, frente a la pasividad y el confort de sus dos obras anteriores. Una novedad que, dicho sea de paso, augura grandes conciertos en el futuro.

Ahora bien, para establecer un paradigma medianamente válido de la nueva identidad de Stil Corners apenas podemos remitirnos a un puñado de temas. A ‘Currents’, que se presenta como la cadencia perfecta del tema inaugural: un medio tiempo de beats a grandes zancadas, con aristas de guitarra en el umbral del estribillo, que desprende el aroma propio de una evolución lógica por su parte. A ‘Bad Country’, que contiene varias de las características clásicas de la banda: una guitarra visible y reiterativa, como el teclado, y nebulosas de dreampop donde la luz se proyecta crecida. Y a la angosta ‘The Fixer’: un tracatrá de sintes y acústica que va mucho más allá del canon de sus dos primeras obras, pero sin adentrarse en terrenos estilísticos excesivamente novedosos. Es poco probable que este viraje provoque la entrada de Still Corners en el estrellato de la noche a la mañana, pero dado el escaso éxito que su obra ha cosechado hasta ahora, teniendo en cuenta la calidad que atesora, era evidente la necesidad de cambio en su fórmula, una evolución activa. El problema es que ni suena genuino, ni el nuevo sonido te hace olvidar al antiguo, aunque a priori las diferencias no sean tan insalvables.

Foto de Dylan O’Connor.