Crítica: Grizzly Bear – Painted Ruins

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Grizzly Bear vuelven a sentar cátedra con Painted Ruins, un disco que define a la perfección el concepto de slow food en la música.

Al entrar en la página que Wikipedia dedica a Grizzly Bear –a la banda, no al oso– pueden aturdir las nueve etiquetas de estilo que ésta le atribuye a los de Brooklyn, pero créannos: son todas más que acertadas. El conjunto formado por Ed Droste, Daniel Rossen, Chris Taylor y Christopher Bear practica todas ellas, a su manera, y en cada álbum que nos entregan lo demuestran de manera desmesurada. Indie, claro, aunque hayan publicado su nuevo disco con RCA, pero apellidado artístico, folk, experimental, psicodélico y (este es mío) barroco.

Cada disco suyo es un universo hermético de sonidos, colores, luces y olores; una aventura atmosférica que te lleva a lugares nunca antes vistos. En ese sentido, Painted Ruins, su recién estrenado quinto trabajo, sigue la misma línea de los anteriores, definiéndose como otro disco distinto de Grizzly Bear dentro de su inviolada coherencia estética. Porque los norteamericanos no repiten nunca su mismo discurso: lo reinventan. Bajo axiomas ciertamente confusos y a veces escapistas en este caso, pero siempre con una incuestionable solidez de ideas.

Ed Droste dejó bastante claro durante la etapa de promoción del disco que no pretendía volcar en él el proceso de separación que acababa de superar, pero aunque es evidente que no todos los temas hablan de lo mismo, sí se percibe cierto grado de desorientación general: la descripción de un punto sentimental en el que las mañanas son muy elocuentes. “I woke to the sound of dogs / To the sound of distant shots and passing trucks / We woke with the mourning sound”, confiesa –en voz de Daniel Rossen– en ‘Mourning Sound’, “The morning always shows all / I wanna show you my best side / I wanna be the guy who’s right / I want you to see things clearly / I wanna make it alright” en ‘Three Rings’ y “When I woke up today I was so bound” en ‘Losing All Sense’. Estamos contigo, Ed.

Por meandros y rápidos

Sea ese el motivo principal o no, lo cierto es que Painted Ruins no es más accesible que otros álbumes de Grizzly Bear, con excepción, quizá, de Shields, su anterior obra, fechada en un ya lejano 2012. Discurre, como un río viejo y lleno de tradiciones culturales ricas de vida, por sinuosos y espaciosos meandros, intercalando momentos vibrantes donde el caudal de rock se impone a través del ritmo y de musculaturas de guitarra. La relajada ‘Wasted Acres’, la sugerente, curvilínea y creciente ‘Four Cypresses’, la laberíntica y por momentos –en el estribillo– sedosa ‘Losing All Sense’, la susurrante, nocturna y subterránea ‘Glass Hillside’ y la muy envolvente ‘Systole’ forman parte de ese transcurrir mágico aunque dubitativo que tan bien les permite dibujar y colorear la atmósfera general de su material.

No obstante, las mejores piezas del álbum se revelan bajo formas más directas y musculadas. ‘Three Rings’, la más vibrante, la que fue primer single, parece moverse sobre el mismo motor que utilizaban los penúltimos Radiohead, con un ritmo sofisticado, una producción impecable y una fluidez que hacían presagiar un disco tal vez mejor de lo que es en realidad este Painted Ruins. Porque, al margen de ‘Mourning Sound’, la que fuera segundo adelanto, llena de carácter y estilo, no es fácil detectar cuáles son los principales incentivos del álbum, aunque lo repitas una y otra vez. Puede que lo sea, por ejemplo, el maravilloso caos de ‘Aquarian’ o la paradigmática capacidad de contraste que muestran en ‘Cut-out’, pero hay que llegar hasta el final con los poros bien abiertos para deleitarse con dos de las joyas más deslumbrantes de este disco. ‘Neighbors’, con ese cuerpo líquido y contundente a la vez que tanto hace volar a las melodías, y ‘Sky Took Hold’, el tema que cierra: un delicado, duro y sangrante –esa guitarra que se descuelga– alegato por la aceptación propia, que ha sacado a la luz una de las vertientes más intensas y emotivas de Grizzly Bear en toda su brillante trayectoria.

Los de Brooklyn no hacen discos para consumo rápido, son el mejor ejemplo de música slow food. Absolutamente fiables en lo suyo, que además es único, han vuelto a evidenciar que son dueños al 100% de su sonido, postulándose como una de esas bandas a las que hay que seguir la pista –aunque a veces cueste– para actualizar nuestra forma de ver y evaluar el indie, el verdadero indie.